11 de Noviembre de 2017

Día 2, Sábado, 11 de Noviembre de 2017.

     «¿A qué hora nos levantamos mañana?» Pregunté a mi padre. Así se empezaba a fraguar la jornada de caza del sábado, tan esperada, por fin nos batiríamos en duelo con nuestras bravas perdices rojas. Admiración, es la palabra que me sale cuando quiero hablar de esta gallinácea, tan nuestra, tan ancestral, se me ponen los pelos de punta.

La noche transcurrió normal, los nervios siempre me impiden no dormirme a la primera de cambio, pero imaginándome los lances que me esperaban por la mañana me dormí en seguida. Siempre recuerdo que de pequeño mi padre me decía que soñara con los goles que iba a meter en el partido del día siguiente y a día de hoy sigo haciéndolo, sigo soñado, ya no con goles de ensueño, esta vez son lances imposibles.

A las 7:30 de la mañana suena el despertador, me levanto y me visto. Mi padre también anda por casa, desayunando. Salimos rumbo al pueblo con intenciones de estar a las 9 cazando pero nuestra alegría se convirtió en decepción al ver la espesa niebla que había en Palencia. «Esto levanta», dijo mi padre, en una sobredosis de optimismo. Yo sabía que no era optimismo, es la experiencia de años y años cazando.

Llegamos al pueblo y la niebla era cada vez más espesa, nos cambiamos y llevamos las tarjetas al buzón donde hay que entregarlas al inicio de la jornada decididos a salir al campo, pase lo que pase. Y así lo hicimos.

Con paso firme y valorando siempre los riesgos de cazar con niebla, decidimos salir, con Heiko y Koeman, vaya figuras, qué ganas tienen de campo, de correr, de oler, de buscar, pero sobretodo, de cazar.

Llevaríamos unos 15 minutos andando, cuando en un barbecho mi padre avista el bando de perdices tan esperado, hay que ver como les gusta a las patirrojas los barcos de los barbechos. Ahí la temperatura es más suave, y el viento no es tan fuerte. Nos agachamos sigilosamente, y corremos hacia ellas para pillarlas por sorpresa. Estaban peonando, huyendo de nosotros y en cuanto nos vieron alzaron el vuelo, unas 15 perdices, majestuosas. Sin ansia, pues aún queda día, disparamos los primeros tiros de la mañana. Me encaré la escopeta, quité el seguro y tardé unos segundos en elegir la pieza a la que iba a disparar, en ese momento oí el disparo de mi padre, yo disparé mi Benelli, fallé. Cuando apunté mejor, apreté el gatillo, pero la escopeta no disparó. Se me había vuelto a encasquillar por el seguro. Con los nervios del lance no le quito del todo y el gatillo se queda impasible ante la fuerza de mi dedo índice.

-«¡Se me ha encasquillado, joder!», grité, como queriendo justificarme ante mi fallo.

Mi padre estaba cobrando su pieza.

-«No he querido tirar a otra, tenemos mucha mañana por delante», me comentó.

Serían las 9:20 y ya llevábamos una perdiz. El cupo en mi pueblo es de dos perdices y una liebre por cazador y yo pienso que en la caza no hay que ser ansioso, hay que esperar el lance, y cuanto más bonito y difícil sea, mejor, pero eso sí, siempre hay que llevar la muestra.

Mientras erraba mi disparo, oteaba el vuelo de las otras perdices, se dividieron en dos bandos, las primeras se fueron hacia una ladera próxima, que apenas se atisbaba por la niebla. Las otras se fueron a un lindazo mucho más lejano. Mi padre y yo seguimos dando una mano a las lindes colindantes, pues las perdices se mueven mucho y nunca están dónde te muestran. Serían las diez más o menos cuando mi padre levantó varias perdices, oí dos disparos e inmediatamente después, dos perdices cruzaban con impavidez delante de mí, llevaban una velocidad endiablada, apunto a la que iba en cabeza, adelanto el tiro un poco y en el momento que yo creí óptimo, disparé. La perdiz hizo un gesto extraño pero siguió volando, me volví a encarar la escopeta dispuesto a volver a disparar, pero finalmente cayó en tierra. Me apresuré a ir por ella al barbecho, «Está de ala», pensé. No me equivocaba. Cobré pieza y al morral. Estaba entusiasmado, mi padre se asomó a la ladera, sorprendentemente había fallado sus disparos, yo le levanté el pulgar indicándole que había percha. -«¡Ya te he visto, ya! ¡Estaba de ala!», me gritó. Y seguimos cazando. Ya llevábamos 2 perdices.

En las siguientes manos nos separamos un poco, yo me miré unos lindazos colindantes de la izquierda y mi padre los de la derecha, sin suerte. Nos juntamos en un cruce de caminos.

-«¡Míralas por dónde van!», le dije mientras señalaba un barbecho a lo lejos. Había unas 20 perdices, peonando hacia unos corrales cercanos.

-«Esas perdices no van a los corrales, van a quedarse en el barbecho», comentó mi padre.

Decidimos ir tras ellas. A todo esto, la niebla ya se iba despejando y ya podíamos ver casi todo el terreno.

Fuimos en dirección al barbecho, mirando antes una linde que había. Yo iba por arriba, oteando el barbecho, mi padre por abajo. De repente, dos perdices salen volando, una hacia detrás de mi padre y otra hacia mi lado. Yo a la mía la tenía muy larga y decidí no dispararla. Me quedé observando el lance de mi padre. Y qué lance, madre mía. Una perdiz de esas imposibles, que sólo los tocados por la magia de la caza pueden abatir, cruzada, entre la niebla y larga, muy larga. Los segundos parecían minutos y la pieza cada vez se iba más larga, hasta que, ¡pum!. Al primer tiro, la perdiz cayó reloncha, como solemos decir en jerga de caza. Impresionante. Vaya disparo. Yo no alcanzaba a ver la perdiz, pues ésta se perdía entre la niebla. Es increíble, una vez más, lo volvía a hacer. «Pero como puede ser, si es imposible» pensé. Yo desde luego a esa perdiz ni la hubiera tirado, pues malgastaría, seguramente, dos disparos. El del fracaso, y el de la rabia, como me gusta llamarlos.

Nada mas cobrar la pieza, un conejo salió como una exhalación de entre las hierbas, le salió a mi padre pero no le pudo tirar, venía en mi dirección. -«Ahí te va», dijo mi padre. No me dio tiempo a encararle bien, cuando le disparé, se metió en la madriguera. Proseguimos nuestro camino y miramos el barbecho que comentaba mi padre, pero ahí no estaban, así que decidimos ir a los corrales. Yo esta vez iba con Heiko a mi lado, cuando mi padre y yo vamos juntos, siempre se va con mi padre, sobretodo los primeros días de la veda. Cómo se nota la mano que le da de comer, día sí y día también. Pero de vez en cuando se acuerda de que es mi compañero de andanzas y viene a mi lado. Rastreamos los corrales, sin suerte. «No le da viento, qué raro», pensé. Yo a mi padre no le veía, pero como no oí disparos, sabía que no las había levantado. Nos encontramos al final de los corrales.

-«¡No he llegado hasta el picón, y cuando he mirado las he visto peonando en el barbecho!», comentó con rabia mi padre.

-«¡No jodas!», exclamé mientras me reía.

-«Vamos a mirar este lindazo de al lado de la carretera, que seguro que están ahí», dijo mi padre.

Fuimos con paso firme hasta esa linde, en algún sitio se tenían que haber quedado esas perdices que habíamos avistado antes. Mi padre iba por abajo y yo por arriba, ya llevábamos tres perdices y ansiábamos el cupo, serían las 11 más o menos y aún quedaba mucha mañana. Iba mirando hacia el barbecho cuando de repente oigo un ruido a mi izquierda, cuando miré vi unas orejas tiesas y alargadas y un color pardo. Ahí estaba la tan ansiada liebre. «¡Qué zancada, qué poder!», pensé, mientras me encaraba la escopeta. Si hubiera unas olimpiadas en el reino animal, sin duda, la liebre ganaría la mayoría de las competiciones disputadas. De las hierbas de dónde salió, hasta un majano donde se protegería la liebre para seguir su camino, habría unos 20 metros. Sin pensármelo dos veces, cogí aire, adelanté el tiro y disparé. Tenía el corazón a mil. Las liebres son escasas en mi coto y son muy preciadas. Hasta este año, y con alguna excepción, hacía muchos años que no se permitía su captura, por eso para mí, es especial.

-«¡Vamos, si señor, joder, si señor!», exclamaba, mientras con mi mano izquierda alzaba la liebre y con la derecha apretaba mi puño. Ahí estaba yo, cuál torero, toreando en una gran plaza. Exultante.

-«Parece que venía huida, igual la has levantado tú», le dije a mi padre mientras acariciaba a Koeman, que merodeaba por allí olisqueando la liebre.

Seguimos nuestro camino, no iba nada mal la mañana desde luego, teníamos en el morral, tres perdices y una liebre, y a las 11 de la mañana, qué más se podía pedir. La mañana estaba siendo perfecta, la niebla estaba levantando y ya se podía atisbar casi todo el páramo. Seguimos yendo detrás de las patirrojas, teníamos que cazar la cuarta, para hacer el cupo.

Íbamos por un perdido, cuando unas perdices se levantaron, muy largas, no pudimos ni siquiera encararlas. Es raro que los primeros días se levanten tan largas, pero no se quedaba ni una. Qué listas son. Decidimos dar la vuelta al lindazo al que vimos que se dirigían. Yo iba despistado cuando de repente de mis pies salió un conejo. Y qué conejo, madre mía. Me pongo la escopeta rápidamente en mi hombro y apunto, el conejo iba rectito, perfecto para hacerlo pieza, pero justo cuando disparé, me hizo un quiebro, inverosímil, escurridizo y erré mi disparo. Justo se iba a ir lindazo abajo cuando en una última oportunidad de disparar, ¡Pum! el conejo cayó rodando, yo no le veía, y baje muy rápido por si estaba herido y se había metido en la boca, pero allí estaba. Lo cogí y lo metí al morral. El chaleco ya pesaba lo suyo, una perdiz, una liebre y un conejo.

Seguimos andando hasta el final de la linde, sin suerte. Hasta que vimos unas 12 perdices peonando por una tierra, fuimos tras ellas sin éxito. Yo sabía que tarde o temprano avistaría la segunda perdiz de la mañana, pero se estaba resistiendo. El cansancio empezaba a manifestarse y eché el primer trago de agua de la mañana.

Seguimos caminando hacia los lindazos donde una hora antes había dado caza a la liebre. Fuimos poco a poco, mi padre iba por los rodapiés de las lindes por si le salía una liebre, yo iba buscando las patirrojas. Serían las doce y veinte, cuando un revoloteo me sorprendió a mi espalada, me giré y vi una perdiz batiendo sus alas y alzando el vuelo. Su velocidad era endiablada. Durante estos instantes me coloqué la escopeta en posición de disparo, un escalofrío recorría mi cuerpo. Cubrí la perdiz con el cañon de la escopeta, iba un poco ladeada y decidí adelantar el tiro. Al primer disparo cayó en la tierra. Había hecho cupo. No la veía desde la posición donde me encontraba, por lo que me apresuré en bajar el lindazo, por si estaba dada de ala y se me marchaba peonando. Cuando bajé ya la vi.

Decidí no meter la perdiz aún al morral y saqué una foto para inmortalizar el momento. Me quité el chaleco y coloqué las piezas para realizar una bonita instantánea. Los perros no paraban quietos, Heiko iba y venía y Koeman más de lo mismo. Hasta que en uno de los intentos, me percaté de que había salido una foto preciosa, de esas dignas de enmarcar.

El debate de las fotos de caza me viene a la mente cada vez que saco una. Desde mi punto de vista, intento sacarla con el mayor respeto y admiración hacia las piezas abatidas. La sangre es una cosa que intento evitar en mis fotos. Sin duda, este debate daría para muchas horas de conversación. Después de hacer la foto, metí las piezas en el morral, con sumo cuidado, en mi cara seguro que se podía ver la felicidad personificada. ¡Qué día! Sin duda uno de los mejores días desde que soy cazador.

Eran las 12:30 aproximadamente, mi padre todavía podía matar una liebre, yo me marché en dirección a mi casa que ya se veía desde el lindazo donde había cobrado mi segunda patirroja. Mi padre fue en dirección opuesta, al monte, en busca de la orejona. No hubo suerte, pero la jornada de caza ya nos había brindado sus mejores deidades. Varios lances formidables y un morral muy considerable.

Qué ganas de más lances, de más momentos vibrantes, de corazón exaltado, de momentos de rabia y de furia.

-¡Vaya día! ¡Y mañana con la bichina!, fui hablando yo sólo, mientras pensaba en la gran suerte de encontrarme donde me encontraba y de ser cazador.


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